domingo, 6 de junio de 2010

El beso

Habías prometido que el primer beso sería inolvidable y que pediría más. Lo dudé. La experiencia me decía que las personas que aseguraban besar bien en realidad lo decían para convencerme de que sí lo hacían bien. No buscaba un beso atascado, de esos donde la lengua de la otra persona llegaba hasta mis anginas. Tuve miedo de que ese fuera en realidad tu estilo.
Me buscabas la mirada insistentemente. Mi nerviosismo me impedía sostenértela más de algunos segundos. Sentía la sangre agolparse en mis mejillas cuando tus ojos se encontraban con los míos, entonces huía de ellos. Comenzabas a hablar cada vez más bajo, buscando que me acercara a ti más y más. Cuando nos encontrábamos a tan sólo unos centímetros de distancia, tu voz se alzaba nerviosa y te alejabas. No podía soportarlo más, cada vez que te acercabas peligrosamente me daban ganas de recorrer esos 5 centímetros que nos separaban y buscarte yo. Controlé mi ansiedad y esperé, esperé pacientemente hasta que te decidieras a dar el paso tú.
Juraba que la siguiente vez que me miraras, sostendría tu mirada y esa sería la señal. ‘Controla el rubor, tan sólo unos segundos más, míralo a los ojos dile que lo deseas’ insistía mi cabeza, pero cuando lo hacías, el corazón se me aceleraba y ahí estaba de nuevo el calor.
Hablamos de todo y de nada. Sinceramente, no recuerdo una sola palabra de todo lo que hablamos, de las horas que pasamos sentados uno frente a otro. Me tocaba el cuello, tratando de hacerte fijar la vista en él. Despacio iba subiendo la mirada para encontrar tus ojos, reparaba unos segundos en tus labios, mordía los míos, tal vez nerviosamente, pues tú no parecías darte cuenta de dicha señal. Reías.
De pronto, estiraste el brazo y retiraste un mechón de cabello que caía sobre mi rostro. ‘Es aquí’, me dije. Mi corazón se aceleró. Pensé que tomarías mi hombro y me jalarías hacia ti. Retiraste el brazo y con él, mis esperanzas de que ese fuera el momento. Te miré a los ojos, sin ruborizarme. Me devolviste la mirada, la sostuviste por algunos segundos. Te acercaste. Estiraste el brazo y me envolviste con él. Buscaste mi boca y ahí fue.
La suavidad de tus labios me descontroló. La humedad de tu boca era perfecta, exacta. Un temblor recorrió mi espina. El roce de nuestras lenguas lo hizo perfecto. El beso era el preámbulo perfecto de lo que pasaría más tarde.
Así sentados, uno al lado del otro, nos quedamos en silencio varios minutos luego de separarnos. Tu mano acariciaba mi brazo desnudo y de vez en vez, llegaba hasta mi cabello. Esta era la noche perfecta.
Volvimos a besarnos, pasando cada vez más tiempo inmersos en la humedad, rozando nuestras lenguas. Las caricias se iban haciendo más profundas. Bajaste una mano por mi brazo, la colocaste en mi regazo, sobre la mía y dudaste. La metiste por fin debajo de la blusa y sin apresurarte, la subiste despacio, sintiendo cada centímetro de piel. Al llegar a la base de mis senos, rodeaste uno y bajaste por su separación para hacer lo mismo con el otro. Nuestra respiración se aceleraba. Antes de fundirnos en un nuevo beso, cerramos los ojos y nos entregamos a una nueva caricia.
Tardaste en pasar la barrera de los besos tiernos a los besos intensos, de las caricias insinuantes a las complejas. Una de tus manos subía y bajaba suavemente entre la separación de mis senos, la otra acariciaba mi muslo insistentemente. Esa noche amé tus manos. Tus manos suaves, llenas de caricias tiernas y de chispas eléctricas.