Desde que era niña, la festividad que más me late es Días de muertos. Todos los colores y los olores me traen tan buenos recuerdos a la fecha...
Recuerdo uno en particular, con mis papás, en Mixquic. Fuimos a un panteón a ver cómo se ponía el asunto. Recuerdo a la gente que cargaba con ollas, botellas y flores y que ponía una especie de mesa-ofrenda en las lápidas y hablaban con los muertitos como si los tuvieran en frente.
Recuerdo a mi abuelo comiéndose las mandarinas y las naranjas de las ofrendas que mi abuela ponía y dejando las cáscaras, que con tanto cuidado quitaba en espiral, para dar la impresión de que la fruta estaba completa.
Recuerdo el dulce de calabaza y de zapote con naranja que hacía mi papá esos días.
Recuerdo el papel picado y el sonido de éste volando con el viento.
Recuerdo el chileatole y los tamales. El pan de muerto. El olor del copal quemándose poco a poco en los sahumerios.
Recuerdo el amarillo y el rojo del zempazúchitl y el terciopelo y sus olores también.
Recuerdo el día de muertos en Francia, tan triste, tan gris, tan horrible, con las campanas de la iglesia que estaba a un lado del hostal donde Ciappa Destra y yo nos quedamos en Caen tañendo con una tristeza indescriptible, a la gente grande caminando con vestimentas oscuras y flores en los brazos camino del cementerio que se veía tan triste. Extrañé mi casa, extrañé mis olores, extrañé los colores.
Ahora que estoy de vuelta, me siguen fascinando las demostraciones de estos días. Tan alegres, tan coloridas, tan olorosas, tan graciosas.
Y me sigo preguntando si la comida de la ofrenda no tiene sabor porque vinieron los muertitos (Abue Ana, Gush, Lupilla, Samuel) o sólo porque ha estado expuesta.
Estos días suceden cosas raras.
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